sábado, 20 de diciembre de 2014

Jueces y tramposos. Un cuento de fin de otoño.


La carta estaba a medio escribir en el escritorio de su despacho, las moleskines negras desplegadas por la mesa en aparente desbarajuste. Como todos los veinte de diciembre desde hacía diez años, redactaba su carta anual a don Luis Bueno Baena. Tenía la cabeza apoyada sobre los brazos. Se había quedado dormido.
   Hasta donde había llegado se podía leer:

Querido Don Luis:
   Ante todo desearle de todo corazón en nombre de mi familia y en el mío propio una feliz Navidad para usted y los suyos.
   No hace falta que le diga lo mucho que le echo de menos. Agradecido eternamente por su amor y enseñanzas sobre la vida. Siempre en mi corazón.
   Un año más la casa se desborda con adornos navideños, el portal de Belén y el árbol de Navidad. Es África la que se encarga de esas cosas. Ya sabe usted que yo no soy muy de nacimientos, quién sabe, quizás porque el día del mío no hubo un padre que se alegrara de verme venir a este mundo. Afortunadamente, un tal don Luis Bueno (bueno en el buen sentido de la palabra, claro) se empeñó en que yo no quedara huérfano y quiso convertirse en mi auténtico padre. Quiero que sepa que yo siempre lo he sentido así y que me siento orgulloso de ello.
   Recuerdo que usted me decía cuando era chico que era un niño raro, porque nunca fui de pedir muchas cosas por Navidad como los otros niños. Había que alimentarse y abrigarse, ¿verdad? Ahora, cuando ya  intuyo el final de mi viaje en esta senda por la que la vida ha querido llevarme, le confieso un secreto que quizás usted ya sospechara: no las necesitaba. Tenía a mi madre y le tenía a usted, don Luis, que era tanto como decir amor, educación y futuro. ¿Se puede concebir mejor alimento y abrigo que ese?
   Sí, querido Maestro, me siento afortunado. La vida me ha recompensado con los más valiosos regalos que un ser humano puede desear. De entre ellos, junto al amor de mi madre, el más importante fue su amistad. Gracias por alimentar mi alma y mi entendimiento.
   Pero los años no pasan en balde, don Luis, y el cansancio se muestra amenazante haciendo posar en mí las primeras nieves, y el Moisés adulto mira con nostalgia al Moisés niño y siente miedo. Sí, mi querido Maestro, tengo miedo, miedo por mi país, miedo por los jóvenes, miedo por el futuro de mis hijos.
   Y de esto quería hablar con usted en esta ocasión…

En aquel punto debió el juez de quedarse sumido en el más profundo de los sueños.
  
Se vio volviendo a su pueblo, a su austera aldea de la sierra manchega y a su arroyo de aguas cristalinas. Se acercó emocionado a su humilde casa de antaño. Olores característicos, música de otro tiempo, esencias y ritmos vitales, evocación de instantáneas familiares remotas… El  corazón galopaba en su pecho a toda velocidad.
Se detuvo frente a la puerta principal temeroso de abrirla. Desde el distribuidor percibió la luz de la pequeña sala de estar donde su madre, don Luis, su mujer Carmen y otras caras conocidas de familiares y amigos le esperaban.
   Todos estaban allí, todos los que habían sido importantes en su vida. Su alma rebosaba felicidad.
   —Perdón —dijo Moisés dirigiéndose a su viejo maestro.
   —¿Perdón, por qué? —le sonrió don Luis.
   —Por no haber sabido estar a la altura debida.
   —¿La altura debida?, ya estamos con lo del listón infranqueable otra vez. Lo intentaste ¿no? ¿No te arrepentiste e hiciste lo posible por reparar tus errores?
   —Sí, pero... hice tantas cosas mal.
   —¡Ah!, ya. Y yo, y éste y aquél, ¿qué te crees? ….
    La sala de estar del hogar familiar se oscureció de repente. Los rostros familiares se desvanecieron  y el juez se encontraba ahora en el banquillo de los acusados. Conocía muy bien a todos los miembros del tribunal. Algunos incluso habían sido amigos suyos.
   El presidente leía su alegato final:
   “….Un juez tiene que saber medir bien las consecuencias de sus actuaciones. Salvaguardar la legítima defensa de los acusados también forma parte de sus responsabilidades…
   …Por todo lo expuesto, y en nombre del Rey,  debemos condenar y condenamos a Moisés Berruguete como autor responsable del citado delito, con pena de inhabilitación especial de por vida y pérdida de su condición de juez y de los honores anejos al cargo.
   Así lo pronunciamos, mandamos y firmamos.”

No podía creer lo que estaba oyendo. Condenado, sí, condenado. Y lo expulsaban de la carrera judicial algunos de los que consideraba sus amigos. Sentía un dolor insoportable. El dolor ante la impotencia de la mentira campando a sus anchas. Creía volverse loco.
   Pero.., ¿de qué le acusaban? ¿Qué era lo que no había hecho bien?
   Había autorizado aquellas medidas de control sobre los acusados de forma cautelar y excepcional, debido a la extrema gravedad de los delitos investigados y advirtiendo que las conversaciones y registros obtenidos de las mismas sólo podrían utilizarse como prueba en la medida que tuviesen relación con los hechos investigados; había ordenado el estado de incomunicación de los detenidos sometiéndose al más escrupuloso cumplimiento de la ley; había prolongado el secreto de sumario el tiempo mínimo necesario para ultimar las investigaciones en curso; había tramitado los casos de los aforados en tiempo y forma….¿Cómo podían tergiversar las leyes de aquella manera? ¿Qué argumentos jurídicos eran esos? ¡Pero, por Dios!, ¿que no había sabido medir bien las consecuencias?, ¿que no había salvaguardado la legítima defensa de aquellos mafiosos? ¿Prevaricación?
   Tenía que conservar la calma. Sin duda, se trataba de un error. Estaba seguro de que no había cometido ninguna irregularidad en el procedimiento judicial. Prevaricación nada más y nada menos. La mera pronunciación de la palabra le estallaba en los oídos. La mayor ignominia para un juez.
   La sentencia era injusta a todas luces. Todos los que le acusaban lo sabían. Era una venganza personal de los miserables de siempre, los de todos los tiempos.
   El juez soñaba y se veía en su sueño soñando.
   A su lado, África le miraba angustiada desde su lado de la cama. Un cristal de metacrilato los separaba y ella no podía ayudarle. Estaba atrapado en una terrible pesadilla, sudando y revolviéndose en la cama, a ratos protestando enérgicamente de forma entrecortada, a ratos llorando desconsoladamente. Su mujer se desesperaba, le gritaba inútilmente tras el cristal para despertarle, deseando poder acariciarle y tranquilizarle, secarle el sudor y darle un vaso de agua fresca dejando que apoyara la cabeza en su regazo.
   —¡Prevaricación¡ ¡Prevaricación! ¡No a los jueces estrellas! ¡Mentiroso!..., se oía en la sala del juicio el vocerío jubiloso de unos cuantos desalmados pagados por los abogados defensores de los mafiosos.
   Las fuerzas del orden recibieron instrucciones del presidente del tribunal de sacarle por la puerta trasera para evitar males mayores. El juez se disponía a abandonar la sala cuando la gran puerta de madera de dos hojas del fondo se abrió de par en par, con gran estrépito.
   Un viejo de torpe aliño indumentario hizo acto de presencia. Todos los allí presentes reconocieron al instante aquellas carnes enflaquecidas bajo el traje oscuro apenas sostenidas por los huesos.
   Los alborotadores cesaron en su algarabía y hasta el mismísimo presidente del tribunal se quedó con el martillo a media altura cuando se disponía a pedir silencio. Un mutismo sepulcral inundó la sala. Tan sólo se oían los pasos cortos y arrastrados del viejo encorvado avanzando por el pasillo.
   —Con la venia del señor presidente de este honorable tribunal, ¿da usted su permiso?
   La cara de asombro de los juzgadores allí presentes se tornó de un rojo intenso. Rojo vergüenza.
   —Depende de lo que usted pretenda, señor.
   —Nada malo su señoría, simplemente defender el honor de este hombre.
   —Creo que se equivoca señor, este hombre ya ha sido juzgado. Quiso representarse a sí mismo. Supongo que porque es juez.
   El hombrecillo se quedó mirando a Moisés y le dijo:
   —Hola, Moisés. Me envía Bueno Baena. ¿Quieres que te represente?
   A Moisés se le encendieron los ojos, y su alma agitada como un torbellino hasta aquel momento, quedó sumida en la más placentera de las calmas.
   —Por supuesto, don Antonio.
   —Ya lo ha oído señoría, ¿da ahora su venia?
   —Temo que llega usted demasiado tarde, señor mío. La sentencia es firme y no cabe recurso posible. No obstante, si insiste. Tiene cinco minutos para decir lo que le plazca. La decisión de este tribunal es inapelable.
   —Muchas gracias, señoría, seré breve.
   El hombre carraspeó ligeramente, se estiró la desgastada chaqueta del traje y dio inicio a su exposición. A pesar de su aspecto desheredado tenía la dignidad de los viejos maestros de escuela de pueblo.
   —Soy un español más, y como español acudo en la defensa de este hombre. La que ustedes escuchan no es una voz letrada. No soy abogado, ni tengo toga. De facto, ni cuerpo ya siquiera. Mi dimensión es otra, la de una edad eterna. En consecuencia, no puedo exigirles que respeten ustedes mis canas inexistentes, pero sí que escuchen mi voz inmortal, que no es otra que la voz del pueblo.
   Les hago advertencia previa que aunque digan por ahí que soy el poeta bueno, el acento de mi discurso procurará no caer esta vez en un exceso de bonhomía. Además, sepan ustedes que soy bueno hasta cierto punto, ¡puñetas!
   Como voz del pueblo vengo a decirles que la gente está hoy indignada. Por eso mi voz, su voz, no puede ser más que alta y enérgica. Desde donde yo vengo la verdad es universal y se muestra con total transparencia. Supongo que dado el noble oficio que ustedes representan, que les recuerdo no es otro que ser garantes de la justicia ante los ciudadanos del mundo, estarán sus señorías interesadas en escuchar la versión de los hechos que tenemos por allí.
   El presidente del tribunal empezaba a cansarse de las peroratas e insinuaciones del viejo.
   —Señor mío, este tribunal le aconseja que vaya usted al grano. Se le acaba el tiempo y aunque ya le he dicho que nuestra sentencia es inamovible, le ruego no se pierda por los cerros de Úbeda. Precisión, señor mío, precisión.
   —¡Ah sí, señoría! Voy a ello. Les diré con precisión cual es la opinión del pueblo. Seguro que sabrán apreciarla.
   El viejo se ajustó sus vetustas lentes redondas y expuso su alegato.
   —Este es el grano señoría: El pueblo no considera justo que ustedes, los mismos jueces que resolvieron admitiendo la querella contra mi defendido, rechazaron injustificadamente los recursos contra la admisión de la misma, filtraron interesadamente información a los abogados defensores de los mafiosos, resolvieron a su favor los recursos presentados por éstos en base a dicha información manipulada y denegaron los recursos en los que Moisés presentaba las pruebas de su inocencia, sean los mismos que quieran condenarle. ¿Le parece suficiente precisión, señor mío?
   —¿Es usted conciente de que si sigue usted con esa línea de argumentación, tendré que acusarle de desacato a este tribunal? —le interrumpió airado el presidente.
   —Lo siento señoría, no creo que usted pueda hacer eso. ¿Va a juzgar de desacato a todo el pueblo español?
   —¡Desacato!, ¡desacato!..., volvieron a surgir las voces facinerosas de la sala.
   —¡Silencio o desalojo!
   —Bueno…, a casi todo el pueblo —continuó el viejecillo ajustándose las gafas con las manos y mirando de soslayo a los agitadores de siempre, los de todos los tiempos—. El pueblo no sabe de tecnicismos legales, pero sí de que por encima de la ley está la dignidad humana, la protección de los derechos individuales. Lo que el pueblo no comprende es que ustedes se inhiban de su misión esencial de ser garantes de la democracia, de que manipulen las leyes y la apliquen a este hombre de forma tan desproporcionada mientras los comportamientos ilícitos quedan impunes. Ustedes tienen una alta responsabilidad que emana del pueblo y no pueden permitir que la mentira se instaure por más tiempo en nuestra democracia.
   —¡Desacato!, ¡desacato!...
   —¡Orden en la sala! —vociferó el presidente del tribunal golpeando la mesa con su mazo—. Le insto a que no siga por ese camino señor. A este hombre se le han aplicado las leyes vigentes. Unas leyes, por definición, justas, le recuerdo.
   —Siento importunarle y negar la mayor señoría. Una legislación justa debe permitir la posibilidad de que las sanciones, por muy grave que sea el delito, se individualicen atendiendo a circunstancias atenuantes. Las hay hasta para el homicidio. Supuesto que mi defendido haya cometido el grave delito del que se le acusa, ¿por qué le aplican ustedes la máxima pena prevista por nuestro ordenamiento?, ¿no deberían ustedes quizás haber tenido en cuenta su trayectoria ejemplar en docenas de procedimientos judiciales de lucha contra los delitos económicos y la delincuencia organizada?, ¿no es cierto que en sus más de treinta años de ejercicio profesional mi defendido jamás dictó una sentencia injusta a sabiendas, ni le es imputable retardo malicioso alguno en la administración de justicia? ¿De repente se ha vuelto falto de diligencia o ha enloquecido? ¿Por qué aplican ustedes las circunstancias más agravantes, cuando la ley les faculta a aplicar en este caso las más lenitivas? ¿No tienen ustedes como jueces potestad de adecuar la sanción e individualizar la pena entre unos mínimos y unos máximos legales? ¿Por qué en este caso lo inhabilitan de por vida si podían hacerlo por dos años por imprudencia? ¿No es potestad de sus señorías la libre apreciación de dichas eximentes? ¿No es cierto que, como jueces, ni siquiera están obligados a informar de las mismas pero sí de que existen? ¿No es esto elemento suficientemente demostrativo de la confianza de los ciudadanos en la justicia, en la humanidad y dignidad de la justicia? ¿No deben tener las sanciones a los acusados un objetivo de inserción y reeducación en nuestro ordenamiento? ¿Cómo demonios puede mi defendido rehabilitarse si le condenan a no ejercer nunca más el oficio que ama?
   El viejo hizo una deliberada pausa dejando que sus palabras quedasen flotando en el ambiente y se fueran filtrando en las mentes del tribunal y de los asistentes al juicio. Tan sólo se oía un ligero e inseguro murmullo. Tras unos segundos prosiguió con parsimonia.
   —El pueblo tiene claro la respuesta a todas estas preguntas, sus señorías. Este juicio ha sido una farsa. Mi defendido estaba condenado a priori. La sentencia del pueblo es la única inapelable y el pueblo dice que Moisés es inocente.
   —Le quedan exactamente treinta segundos —bramó encolerizado el presidente del tribunal.
   —Ya acabo sus señorías. Sólo les pido que miren ustedes bien a la persona que acaban de condenar. Algunos de ustedes tienen la suerte de conocerlo bien, otros, no tanto. Mírenle como juez y como persona. En ambas condiciones es un ser humano excepcional. Sepan que dictaminen ustedes lo que dictaminen no podrán destruir jamás ni sus ideas ni su moralidad ni sus convicciones. Donde ustedes ven maldad y prepotencia, el pueblo ve una conciencia clara y limpia.
   Por eso les pido que reconsideren la condena que acaban de dictar en nombre del Rey. Y si eso no es suficiente para sus Excelentísimos Señores, con humildad, éste que les habla y que ustedes saben defensor hasta la médula de un régimen legítimamente constituido en otros tiempos, como ya dije en una ocasión, arrebatado irracionalmente a los españoles por la torpe, bárbara y regresiva razón de la guerra, la más estúpida de las guerras posibles, la guerra entre hermanos, se arrodilla ante sus Señorías y ante Su Majestad el Rey si fuese menester, pidiéndoles clemencia. Y lo hago plenamente consciente de la atemporalidad de la voz del pueblo y de la dignidad de los seres humanos, en la convicción de que sea cual sea su estimación sobre este recurso popular, ante el Tribunal Supremo de la Humanidad, el único donde no hay lugar a la falsedad porque sólo rigen las leyes de la filantropía, la únicas inapelables, precisamente por basarse en la inapelable razón del saber popular, mi defendido ha sido declarado ya totalmente inocente.

   —Moisés, Moisés, despierta…, —le tocó con suavidad África en el hombro—. ¡Dios santo, qué forma de sudar! ¿Olvidaste que tenemos que hacer las maletas?


NOTA DEL AUTOR

Sirva este pequeño extracto reconvertido en cuento de mi novela Brick y el olivo 33 para dos fines:
Primero, como homenaje a mis padres Luis Bárcenas Marín y Carmen Gutiérrez Novis.
Segundo, como agradecimiento y respuesta a las afectuosas muestras de apoyo recibidas en estos últimos seis meses: Gracias. Espero poder salir pronto del “oscuro subsuelo encerrado”, y que lo hayáis disfrutado.
Os dejo unos versos de Alberti y una canción de despedida. Feliz fin de otoño.

Cantad alto, oiréis que oyen otros oídos
Mirad alto, veréis que miran otros ojos
Latid alto, sabréis que palpita otra sangre
No es más hondo el poeta en su oscuro subsuelo encerrado
Su canto asciende a más profundo, cuando abierto en el aire
ya es de todos los hombres





Manuel Bárcenas
Aprendiz de escritor y folclorista.

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