Es
doloroso reconocerlo, pero en España, desde la creación del artificioso aparato
autonómico en los años de la transición, muchas de las inversiones en infraestructuras y
servicios de las diferentes regiones autónomas, se han caracterizado por una
espantosa ineficacia, sin repercutir ni en generar riqueza para
la sociedad, ni en una mejora del nivel de vida de los ciudadanos. Duele
constatarlo, pero es el panorama que nos han dejado los régulos de las taifas
que hemos votado durante más de treinta años de democracia, que con el único
objeto de mantenerse en sus poltronas, se han dedicado a vender a los “nacionales
de sus pequeños estados” una engañosa prosperidad, sin preocuparse en definir
modelo económico de futuro alguno, sustentada exclusivamente sobre la base de
un crecimiento urbanístico desordenado, inversiones públicas ilimitadas e
ingentes subvenciones de fondos europeos sin una adecuada supervisión. Los
despilfarros en infraestructuras irracionales desde el punto de vista económico
durante estos años alcanzan cifras astronómicas. Un auténtico esperpento:
cientos de miles de viviendas construidas sin existir una demanda real, cientos
de polígonos industriales vacíos sin empresas interesadas en instalarse en
ellos; aeropuertos sin demanda de pasajeros; autopistas de peaje sin vehículos;
desaladoras con un bajísimo nivel de rendimiento; parques temáticos, ciudades
del cine, del transporte, de las ciencias, de la cerámica… Duele, y mucho, pero
a eso se han dedicado estos reyezuelos nuestros a los que hemos encumbrado como
si fuesen Jefes de Estado: al diseño de infraestructuras faraónicas según el
capricho del gobernante de turno, sin pararse a analizar su idoneidad
económica, con abultados sobrecostes en casi todos los casos, y sin satisfacer
las expectativas de puestos de trabajo prometidos. Y lo más grave, sin que
nadie asuma la más mínima responsabilidad. Si añadimos a este irracional y
salvaje comportamiento económico los millares de asesores y cargos públicos
nombrados a dedo con sueldos ignominiosos al frente de organismos de dudosa
necesidad como fundaciones, consorcios, patronatos, mancomunidades,
observatorios, institutos, parques de atracciones, circuitos de velocidad,
empresas externas asociadas, organismos autónomos, agencias, televisiones,
radios, vicepresidencias, gabinetes, embajadas regionales en el extranjero,
diputaciones provinciales, consejos provinciales…, obtendremos como resultado
el monstruoso nivel de endeudamiento y déficit público al que los españoles
tenemos que hacer frente en los momentos actuales. No hay que ser economista
para entender que una organización administrativa de este tipo se manifiesta a
toda luz insostenible. El problema es que para mantener a semejante monstruo administrativo
y simultáneamente poder realizar las inversiones realmente necesarias que
repercuten en el bienestar del ciudadano (hospitales, colegios, carreteras,
depuradoras…), a las taifas de España no les quedaba más remedio que incurrir
en un endeudamiento continuo. Y eso hicieron, con total descaro y desprecio a
una gestión sensata. Primero, creando ex profeso cientos de sociedades públicas
para engañar a la ciudadanía con el artificio contable de no computar su deuda
en los presupuestos oficiales. Después, cuando el endeudamiento comenzaba a
alcanzar cifras escandalosas, recurriendo al capital privado: por un lado, a
través de concesiones para la construcción y posterior gestión de importantes
infraestructuras (carreteras, hospitales, plantas de tratamientos de residuos,
aparcamientos, desaladoras, parques eólicos, líneas de transporte público …);
por otro, a través de un sinfín de contratos públicos de mantenimiento a largo
plazo (edificios públicos, servicios de limpieza de calles y jardines, recogida
de basuras, gestión de las zonas azules de aparcamiento, servicios de traslado
de enfermos en ambulancias…). Las derivadas de estos tipos de contratos de
colaboración público-privada y externalizaciones de servicios (algunos de ellos
sumamente sensibles para la ciudadanía como los servicios asistenciales,
educativos y sanitarios), que los políticos defienden ahora a ultranza bajo una
supuesta mejor gestión del sector privado, son desde mi punto de vista dos: la primera, el incremento
del poder de las grandes fortunas y fondos de inversión, es decir, del poder
financiero de los mercados, cuyos intereses casi nunca son coincidentes con los
de la sociedad en general; la segunda, y a largo plazo con un maligno efecto
multiplicador sobre el endeudamiento público, el incremento continuo de los
gastos corrientes de los presupuestos públicos. O sea, dicho en román paladino,
que en el futuro, de seguir la economía española por estos derroteros, los
ciudadanos estaremos en manos del no tan misterioso poder financiero de los
mercados, si es que no lo estamos ya. De hecho, los que se están beneficiando
actualmente de la ingente cantidad de activos inmobiliarios e inversiones
públicas depreciadas por la nefasta gestión de los gestores políticos de las
distintas taifas no son otros que los de siempre: los que mas tienen. Activos pagados
por todos los ciudadanos para enriquecer a unos pocos. Una gran paradoja.
Ésta
es la realidad de nuestro país de taifas. Una maléfica cancamusa planificada a
conciencia. Un engaño sutil y malévolo en el que los políticos se han vuelto
especialistas. El resultado de la gestión de sus ególatras e imprudentes
gobernantes, con las miras puestas sólo en el voto y en mantenerse en sus
poltronas, alguno de ellos consiguiéndolo hasta dos décadas consecutivas.
Incapaces de consensuar nada con el antagonista político. Favoreciendo
interesadamente la pérdida del sentimiento nacional. Promoviendo ventajas
fiscales de unas regiones sobre otras y la duplicidad legislativa.
Interviniendo de forma insensata en la ordenación urbanística generando
hiperinflación del valor del suelo y corrupción generalizada. Permitiendo la
proliferación de sistemas educativos y sanitarios distintos, las diferencias
salariales entre regiones e injustas imposiciones lingüísticas que impiden la
igualdad de oportunidades. Unos presuntos líderes políticos que blindan sus
intereses particulares, y actúan al margen de la racionalidad económica,
dificultando el desarrollo empresarial nacional y dedicándose en treinta años
de estado autonómico a desmembrar la unidad del mercado interior español. Y lo
peor de todo, incapaces de establecer las bases de un modelo económico
diversificado para el futuro que pueda absorber la cada vez más dramática mano
de obra desempleada del país, en especial la de millones de jóvenes bien
preparados cuyo desencanto va en aumento.
Ante
esta situación quisiera creer que los españoles sabremos resurgir como ave
fénix de entre tanta ceniza y derecho a decidir. Al fin y al cabo, la Europa de
la que formamos parte y en la que vivimos, también es una realidad
administrativa compleja y difusa. El problema no creo que sea ni el centralismo
ni el federalismo. Ambos conceptos no son ni inmutables, ni intrínsecamente
buenos o malos. Ni siquiera existen en grado puro. En naciones diversas en las
que el devenir de la historia ha conformado en unidades más o menos homogéneas
con un destino común, tan deseable es un determinado nivel de descentralización
como que existan unas bases comunes, siempre que en ambos casos el objetivo sea
favorecer el desarrollo y el bien común, que a fin de cuentas es lo que mueve a
los seres humanos a organizarse territorialmente de determinada forma bajo un
determinado modelo de sociedad. O dicho de otra forma, lo relevante para que un
modelo de estado cumpla los objetivos universales válidos para cualquier
sociedad de individuos basada en el bien común, no es el mayor o menor grado de
descentralización, sino la flexibilidad en su concepción y, sobre todo, la
eficiencia en la gestión.
¿Y
qué es lo que propongo?, se estará preguntando alguno a estas alturas del
análisis. Pues mire usted, nada del otro mundo. A saber:
Volver
a la sencillez. Que el ejemplo que el pueblo español dio durante la transición
democrática, evitando conflictos, apostando por lo que nos unía y por la apertura
al resto de Europa, siga siendo el camino. Pero con un profundo examen de
conciencia. El paso que los españoles dimos desde la centralización más
absoluta existente durante la dictadura franquista a la descentralización total
y el café para todos (me atrevería a decir que en aquel entonces a la mayoría
de regiones ni siquiera les gustaba el café o no tenían especial interés en
probarlo), en treinta años de democracia se ha mostrado como un gran fiasco. Se
hace necesaria, por tanto, una revisión del estado autonómico español en el
marco europeo, con el objetivo de redefinir con eficiencia el modelo de
organización territorial, poner orden en el caos legislativo existente,
erradicar el derroche y las duplicidades administrativas y acabar con el
proteccionismo y la corrupción de los gobernantes. En mi opinión, es la única
manera de que España, encuentre la senda de la competitividad y entre todos
demos la vuelta a la situación. De una vez por todas, los políticos tendrán que
ponerse de acuerdo, tomando las medidas que el pueblo reclama, y que
necesariamente pasan por una reforma de la constitución para reformular las
competencias estatales y las autonómicas, una revisión de las instituciones de
control, un gran pacto de estado en los asuntos de cohesión nacional entre los
grandes partidos, una reforma de la ley electoral que delimite en su justa
medida las influencias políticas nacionalistas y regionalistas sobre las
decisiones de carácter general del gobierno común de todos los españoles, y un
drástico adelgazamiento del gasto en la estructura de las administraciones
públicas que permita recuperar los niveles de bienestar robados a los
ciudadanos en beneficio del statu quo del poder financiero y político.
¿Qué es imposible? ¿Qué los partidos políticos que sustentan esta situación harán todo lo posible para perpetuar
éste sistema político maquiavélico que les va tan bien a sus particulares
intereses dando pienso a sus masas aborregadas de estómagos agradecidos? Allá él, el que quiera resignarse y no utilice los medios a su alcance para hacer oir su voz. Somos muchos los que con la razón del voto en una mano, y la resistencia pacífica en las calles como razón
revolucionaria forjadora de futuro en la otra, queremos cambiar el estado de las cosas.
En
fin, así lo ve al menos este iluso aprendiz de escritor y poeta inconcluso que no
votó la constitución del setenta y ocho, ni admite la infalibilidad de padre de
la patria alguno, y al que le gustaría que la constitución de su país fuese la
de un conjunto de hombres y mujeres libres compartiendo un mismo camino.