miércoles, 19 de marzo de 2014

España reino de taifas: esplendor y declive


Es doloroso reconocerlo, pero en España, desde la creación del artificioso aparato autonómico en los años de la transición, muchas de las inversiones en infraestructuras y servicios de las diferentes regiones autónomas, se han caracterizado por una espantosa ineficacia, sin repercutir ni en generar riqueza para la sociedad, ni en una mejora del nivel de vida de los ciudadanos. Duele constatarlo, pero es el panorama que nos han dejado los régulos de las taifas que hemos votado durante más de treinta años de democracia, que con el único objeto de mantenerse en sus poltronas, se han dedicado a vender a los “nacionales de sus pequeños estados” una engañosa prosperidad, sin preocuparse en definir modelo económico de futuro alguno, sustentada exclusivamente sobre la base de un crecimiento urbanístico desordenado, inversiones públicas ilimitadas e ingentes subvenciones de fondos europeos sin una adecuada supervisión. Los despilfarros en infraestructuras irracionales desde el punto de vista económico durante estos años alcanzan cifras astronómicas. Un auténtico esperpento: cientos de miles de viviendas construidas sin existir una demanda real, cientos de polígonos industriales vacíos sin empresas interesadas en instalarse en ellos; aeropuertos sin demanda de pasajeros; autopistas de peaje sin vehículos; desaladoras con un bajísimo nivel de rendimiento; parques temáticos, ciudades del cine, del transporte, de las ciencias, de la cerámica… Duele, y mucho, pero a eso se han dedicado estos reyezuelos nuestros a los que hemos encumbrado como si fuesen Jefes de Estado: al diseño de infraestructuras faraónicas según el capricho del gobernante de turno, sin pararse a analizar su idoneidad económica, con abultados sobrecostes en casi todos los casos, y sin satisfacer las expectativas de puestos de trabajo prometidos. Y lo más grave, sin que nadie asuma la más mínima responsabilidad. Si añadimos a este irracional y salvaje comportamiento económico los millares de asesores y cargos públicos nombrados a dedo con sueldos ignominiosos al frente de organismos de dudosa necesidad como fundaciones, consorcios, patronatos, mancomunidades, observatorios, institutos, parques de atracciones, circuitos de velocidad, empresas externas asociadas, organismos autónomos, agencias, televisiones, radios, vicepresidencias, gabinetes, embajadas regionales en el extranjero, diputaciones provinciales, consejos provinciales…, obtendremos como resultado el monstruoso nivel de endeudamiento y déficit público al que los españoles tenemos que hacer frente en los momentos actuales. No hay que ser economista para entender que una organización administrativa de este tipo se manifiesta a toda luz insostenible. El problema es que para mantener a semejante monstruo administrativo y simultáneamente poder realizar las inversiones realmente necesarias que repercuten en el bienestar del ciudadano (hospitales, colegios, carreteras, depuradoras…), a las taifas de España no les quedaba más remedio que incurrir en un endeudamiento continuo. Y eso hicieron, con total descaro y desprecio a una gestión sensata. Primero, creando ex profeso cientos de sociedades públicas para engañar a la ciudadanía con el artificio contable de no computar su deuda en los presupuestos oficiales. Después, cuando el endeudamiento comenzaba a alcanzar cifras escandalosas, recurriendo al capital privado: por un lado, a través de concesiones para la construcción y posterior gestión de importantes infraestructuras (carreteras, hospitales, plantas de tratamientos de residuos, aparcamientos, desaladoras, parques eólicos, líneas de transporte público …); por otro, a través de un sinfín de contratos públicos de mantenimiento a largo plazo (edificios públicos, servicios de limpieza de calles y jardines, recogida de basuras, gestión de las zonas azules de aparcamiento, servicios de traslado de enfermos en ambulancias…). Las derivadas de estos tipos de contratos de colaboración público-privada y externalizaciones de servicios (algunos de ellos sumamente sensibles para la ciudadanía como los servicios asistenciales, educativos y sanitarios), que los políticos defienden ahora a ultranza bajo una supuesta mejor gestión del sector privado, son desde mi punto de vista dos: la primera, el incremento del poder de las grandes fortunas y fondos de inversión, es decir, del poder financiero de los mercados, cuyos intereses casi nunca son coincidentes con los de la sociedad en general; la segunda, y a largo plazo con un maligno efecto multiplicador sobre el endeudamiento público, el incremento continuo de los gastos corrientes de los presupuestos públicos. O sea, dicho en román paladino, que en el futuro, de seguir la economía española por estos derroteros, los ciudadanos estaremos en manos del no tan misterioso poder financiero de los mercados, si es que no lo estamos ya. De hecho, los que se están beneficiando actualmente de la ingente cantidad de activos inmobiliarios e inversiones públicas depreciadas por la nefasta gestión de los gestores políticos de las distintas taifas no son otros que los de siempre: los que mas tienen. Activos pagados por todos los ciudadanos para enriquecer a unos pocos. Una gran paradoja.
Ésta es la realidad de nuestro país de taifas. Una maléfica cancamusa planificada a conciencia. Un engaño sutil y malévolo en el que los políticos se han vuelto especialistas. El resultado de la gestión de sus ególatras e imprudentes gobernantes, con las miras puestas sólo en el voto y en mantenerse en sus poltronas, alguno de ellos consiguiéndolo hasta dos décadas consecutivas. Incapaces de consensuar nada con el antagonista político. Favoreciendo interesadamente la pérdida del sentimiento nacional. Promoviendo ventajas fiscales de unas regiones sobre otras y la duplicidad legislativa. Interviniendo de forma insensata en la ordenación urbanística generando hiperinflación del valor del suelo y corrupción generalizada. Permitiendo la proliferación de sistemas educativos y sanitarios distintos, las diferencias salariales entre regiones e injustas imposiciones lingüísticas que impiden la igualdad de oportunidades. Unos presuntos líderes políticos que blindan sus intereses particulares, y actúan al margen de la racionalidad económica, dificultando el desarrollo empresarial nacional y dedicándose en treinta años de estado autonómico a desmembrar la unidad del mercado interior español. Y lo peor de todo, incapaces de establecer las bases de un modelo económico diversificado para el futuro que pueda absorber la cada vez más dramática mano de obra desempleada del país, en especial la de millones de jóvenes bien preparados cuyo desencanto va en aumento.
Ante esta situación quisiera creer que los españoles sabremos resurgir como ave fénix de entre tanta ceniza y derecho a decidir. Al fin y al cabo, la Europa de la que formamos parte y en la que vivimos, también es una realidad administrativa compleja y difusa. El problema no creo que sea ni el centralismo ni el federalismo. Ambos conceptos no son ni inmutables, ni intrínsecamente buenos o malos. Ni siquiera existen en grado puro. En naciones diversas en las que el devenir de la historia ha conformado en unidades más o menos homogéneas con un destino común, tan deseable es un determinado nivel de descentralización como que existan unas bases comunes, siempre que en ambos casos el objetivo sea favorecer el desarrollo y el bien común, que a fin de cuentas es lo que mueve a los seres humanos a organizarse territorialmente de determinada forma bajo un determinado modelo de sociedad. O dicho de otra forma, lo relevante para que un modelo de estado cumpla los objetivos universales válidos para cualquier sociedad de individuos basada en el bien común, no es el mayor o menor grado de descentralización, sino la flexibilidad en su concepción y, sobre todo, la eficiencia en la gestión.
¿Y qué es lo que propongo?, se estará preguntando alguno a estas alturas del análisis. Pues mire usted, nada del otro mundo. A saber:
Volver a la sencillez. Que el ejemplo que el pueblo español dio durante la transición democrática, evitando conflictos, apostando por lo que nos unía y por la apertura al resto de Europa, siga siendo el camino. Pero con un profundo examen de conciencia. El paso que los españoles dimos desde la centralización más absoluta existente durante la dictadura franquista a la descentralización total y el café para todos (me atrevería a decir que en aquel entonces a la mayoría de regiones ni siquiera les gustaba el café o no tenían especial interés en probarlo), en treinta años de democracia se ha mostrado como un gran fiasco. Se hace necesaria, por tanto, una revisión del estado autonómico español en el marco europeo, con el objetivo de redefinir con eficiencia el modelo de organización territorial, poner orden en el caos legislativo existente, erradicar el derroche y las duplicidades administrativas y acabar con el proteccionismo y la corrupción de los gobernantes. En mi opinión, es la única manera de que España, encuentre la senda de la competitividad y entre todos demos la vuelta a la situación. De una vez por todas, los políticos tendrán que ponerse de acuerdo, tomando las medidas que el pueblo reclama, y que necesariamente pasan por una reforma de la constitución para reformular las competencias estatales y las autonómicas, una revisión de las instituciones de control, un gran pacto de estado en los asuntos de cohesión nacional entre los grandes partidos, una reforma de la ley electoral que delimite en su justa medida las influencias políticas nacionalistas y regionalistas sobre las decisiones de carácter general del gobierno común de todos los españoles, y un drástico adelgazamiento del gasto en la estructura de las administraciones públicas que permita recuperar los niveles de bienestar robados a los ciudadanos en beneficio del statu quo del poder financiero y político.
¿Qué es imposible? ¿Qué los partidos políticos que sustentan esta situación harán todo lo posible para perpetuar éste sistema político maquiavélico que les va tan bien a sus particulares intereses dando pienso a sus masas aborregadas de estómagos agradecidos? Allá él, el que quiera resignarse y no utilice los medios a su alcance para hacer oir su voz. Somos muchos los que con la razón del voto en una mano, y la resistencia pacífica en las calles como razón revolucionaria forjadora de futuro en la otra, queremos cambiar el estado de las cosas.
En fin, así lo ve al menos este iluso aprendiz de escritor y poeta inconcluso que no votó la constitución del setenta y ocho, ni admite la infalibilidad de padre de la patria alguno, y al que le gustaría que la constitución de su país fuese la de un conjunto de hombres y mujeres libres compartiendo un mismo camino.